En el camino hay piedras. Veo muchas piedras a cada paso que doy. Pero sigo caminando. No son mis piedras, pero están ahí. En el camino por donde ando por donde andamos todos.
La vida es corta, los miedos largos. Se pegan a la piel como el odio a las trincheras. Dan la cara por la espalda. Los miedos, los errores, los defectos que queremos corregir en el espejo cuando miramos a otro lado.
Los te quieros que callamos, las palabras que se cayeron de nuestra boca y pisaron el corazón de un ser querido. La vergüenza que nos puso en el cuello una correa y nos impidió hacer tantas cosas… y ya es tarde. Y ya es tarde y no.
Todo lo que no dijimos, lo que no hicimos… por ella. Por la vergüenza, por los miedos, por los errores, por cargar a las espaldas tantas piedras, tanto tiempo.
Pero eran sólo eso. Piedras. Y pude parar. Y pude dejarlas en el suelo aquel día. Cualquier día. Pero no lo hice. No lo hicimos y cargamos con ellas toda la vida.
Y aquella tarde me di cuenta. Las piedras que encontraba en mi camino, eran piedras de otras mujeres, de otros hombres, de otros niños… de personas que si pararon, que si vaciaron su mochila. Que se negaron a vivir con sus piedras, con sus miedos, con sus errores… que en sus espejos nunca miraban a otro lado. Personas que caminaban ligeros de equipaje, sin las piedras que yo transportaba.
Y aquella tarde me di cuenta. Y aquella tarde paré. Aquella tarde paré a esas personas que viajaban ligeros de equipaje y les pedí ayuda. Y me ayudaron. Y con su ayuda fui quitando las piedras de mi mochila. Y caminé. Y el resto del camino, caminé, cómo ellas, cómo ellos, ligero de equipaje, sin el dolor de mis piedras clavado en mi espalda.
Y aquella tarde me di cuenta. Y cada vez que alguien cargado de piedras me pedía ayuda, le ayudaba.
En el camino hay piedras. Veo muchas piedras a cada paso que doy. Pero sigo caminando. También son mis piedras, y están ahí. En el camino por donde ando por donde andamos todos.
